Roberto Ramírez Montenegro
Profesor Facultad de Derecho
Equipo académico Oficina de Paz
Universidad de la Amazonia
La colonización del Caquetá, a partir de los años 60, estuvo enmarcada por la “reinvención” de la lucha política en Colombia: la decisión elitista por establecer una estructura “democrática” cerrada y excluyente, el Frente Nacional. Obviamente, la supremacía bipartidista determinó el futuro desarrollo político de la jurisdicción administrativa que se iba conformando.
El territorio intendencial fue considerado, por gobernantes y líderes de opinión, como un “oasis de paz”, en donde fluían “ríos de leche y miel”, y en el cual se lograría plasmar un anhelo de los campesinos colombianos: “la democratización de la propiedad rural”, constituyendo una especie de “válvula de escape” a la vieja confrontación social por la tierra.
Extrañamente, puesto que aún no se ha logrado una explicación coherente, las oleadas de colonización se dirigieron en diferentes sentidos. Como lo ha señalado Neira (2012: 138), “tal vez con el objetivo de mantener una convivencia llevadera, las familias colonizadoras se ubican en zonas de acuerdo a su vinculación política”. (Resaltado fuera de texto)
Los migrantes conservadores preferentemente llegaron al sur, e incluso, como se ha evidenciado, también se asentaron familias de antiguos bandidos o “pájaros” (Ibídem, 141). Los colonos liberales y comunistas se establecieron al norte; aunque no se puede olvidar el bastión o “núcleo de población conservadora” que se conformó en El Doncello y sus alrededores (Melo, 2014: 76).
La “columna de marcha” o colonización armada que se estableció en El Pato, a mediados de los años 50, territorio caqueteño erradamente ubicado en el Huila, participe de un plan local de rehabilitación hasta los años 60, y los colonos rebeldes de las veredas de la cordillera circundante de Florencia (vale mencionar algunas como Gaitania y Riochiquito) lo mismo que los pioneros invasores de haciendas en El Paujil, dinamizaron las alternativas al bipartidismo.
La primera aparición de las FARC en el territorio, momento que se puede caracterizar como una “etapa idílica” de la insurgencia, constituyó una expresión política del descontento social: la toma de Puerto Rico en 1975, según la revista Alternativa (# 31: 12) constituyó “una fiesta”, cuyo objetivo fue la «destrucción» de la Caja Agraria, “símbolo del estrangulamiento económico del campesinado”. Los pobladores, en su momento, manifestaron que con “el asalto […] los guerrilleros aliviaron a miles de campesinos pobres que ahora aguantan hambre y no pueden pagar los préstamos de la Caja Agraria y el Incora”.
Finalizado el Frente Nacional, el dominio bipartidista en el Caquetá empieza a erosionarse. Aunque la ruptura de las “talanqueras” legales a la participación comunista tuvo que camuflarse en movimientos como el MRL del pueblo y la Unión Nacional de Oposición, se avanzó en lo que
Álvaro Delgado (1987: 91 y 93-95) denominó el “susto de San Vicente” [del Caguán]: en 1976 se eligieron cuatro concejales de izquierda y en 1978 se aumentó a seis, sobre un total de diez.
El trepidar de la naciente hegemonía turbayista, la agudización del conflicto armado con la presencia en el territorio de las guerrillas M-19 y EPL, el creciente descontento social manifiesto en los paros cívicos regionales y con la participación en el paro cívico nacional de 1977, condujeron a un primer momento de militarización del gobierno regional: el Intendente militar en 1978, “determinación ejecutiva [que] no cayó bien ni siquiera en los círculos liberales” (Ibídem, 110).
Elaine Mojica, en la biografía de Hernando Turbay, señala que la dialéctica política del turbayismo para confrontar la insurgencia de las FARC se basó en “la ejecución de obras en las zonas que más estuviesen invadidas por los frentes de la guerrilla” (1990: 39). En la misma obra se rememora un evento en el Alto Berlin, localidad cordillerana de El Doncello, en el que participaron miembros de la guerrilla en nombre de la Unión Patriótica y el dirigente liberal. Tras agrios pronunciamientos iniciales, conjuntamente reconocieron que las dos fuerzas ejercían la misma actividad: la política (Ibídem, 41-43).
El proceso de paz de los años 80, durante el cual se conformó la Unión Patriótica, propició un escenario de reconocimiento de las fuerzas políticas legales y un “febril esfuerzo de los sectores democráticos para impedir el retorno de la violencia política al Caquetá”, plasmado en la declaración de Santafé del Caguán, suscrita por dirigentes liberales, conservadores, comunistas, upecistas e insurgentes (Delgado 1987: 162).
Sin embargo, la agudización de la persecución al nuevo partido, el asesinato de candidatos y líderes de los partidos tradicionales, la negativa del Gobierno departamental al reconocimiento del avance político de la UP con el nombramiento de Alcaldes en los municipios donde se obtuvo mayoría upecista, precipitaron la decisión por establecer una nueva etapa de militarización político-administrativa: el Gobernador militar en 1988.
Esta decisión, según lo plantea Alejandra Ciro (2016: 40-41) “se constituyó en un elemento más de la represión política contra la movilización de la UP”. Pese a lo cual, con la elección popular de alcaldes en ese mismo año, la nueva agrupación política, promovida por la insurgencia, revalidó su legitimidad en el territorio caqueteño.
En la elección parlamentaria de 1986, la UP del Caquetá en alianza con un grupo liberal disidente de la hegemonía turbayista, había logrado una curul en la Cámara de Representantes. La política de alianzas entre la “izquierda” regional y sectores disidentes de los partidos tradicionales se venía impulsando desde fines de la década anterior cuando se constituyó el Frente Democrático del Caquetá, agrupación que había obtenido «sorprendentes» resultados electorales (Ibídem, 65-71).
Con la nueva constitución de 1991, Pinilla (2019: 23) plantea que “el comportamiento electoral de Caquetá no fue afectado […] puesto que la división territorial bipartidista […], con predominancia liberal hacia el norte y conservadora hacia el sur, se mantuvo” (Resaltado fuera de texto). Sin embargo, en el entendido de que, como resultado de la elección parlamentaria de 1992, la UP no logró la continuidad en la curul obtenida en 1986, que pasó a ser ocupada por el conservatismo, lo que se puede afirmar es que las tendencias electorales de predominio bipartidista se recuperaron.
Precisamente lo que demuestra este resultado adverso es que la estigmatización, persecución, amenazas y acciones violentas en contra de los militantes y dirigentes opositores fue restándole fuerza a la nueva agrupación política, fruto de los intentos de paz manifestados por la insurgencia.
La consecuente degradación del conflicto armado en el Caquetá se configuró en una dicotomía espeluznante. De una parte, con el dramático «Turbaycidio», que no se puede entender solamente como la cruel muerte de la familia de dirigentes liberales sino además de un grupo de líderes y seguidores que compartían los preceptos ideológicos y el accionar político del liderazgo existente. De otra parte, el genocidio de líderes y militantes de la UP, que en el territorio departamental significó prácticamente su marginación del escenario político local.
El ensañamiento de la organización insurgente FARC con el liberalismo turbayista, de alguna manera contribuyó al resurgimiento conservador, en especial de la facción disidente encabezada por Fernando Almario, un “conservador diferente” que desarrollaba su gestión clientelista “por encima de las diferencias ideológicas”, por lo cual no se había granjeado algún tipo de enemistad con las FARC (Ciro 2016: 203-204).
Las marchas cocaleras de 1996, fuertemente influidas por la organización insurgente, precipitaron el traslado de grupos paramilitares desde el norte del país, con el fin de impedir que se plasmara una delirante hipótesis: la “balcanización” del país y la conformación de una república comunista en el sur, encabezada por las FARC.
El nuevo intento de negociación de la paz en el gobierno Pastrana, en medio del cerco paramilitar a la zona de despeje y la arremetida contra dirigentes y militantes de izquierda, que incluso llevaron a la suspensión temporal de las negociaciones (Cárdenas 2012: 102-107), y las acciones contraofensivas de las FARC, acentuadas por la determinación de la guerrilla de involucrar a las dirigencias políticas tradicionales como objetivos militares, agudizaron la afectación del ejercicio político en el territorio.
Con anterioridad a esta negociación entre el Gobierno nacional y la fuerza insurgente, las FARC habían asumido la tarea de negar y sabotear la defectuosa democracia electoral en el departamento (Ciro 2016: 161-170). La obligación de abstención en algunas de las zonas más influidas por la insurgencia, la expulsión de emisarios políticos tradicionales de otras de esas zonas, las amenazas y atentados contra funcionarios elegidos, constituyeron las formas de expresión de dicha actitud.
La firma del Acuerdo del Teatro Colón ha colocado el escenario democrático y político del territorio en una nueva perspectiva, que ahora cuenta con la formación política legal surgida de la guerrilla desmovilizada. Aunque hay que considerar dentro de las perspectivas, en el corto plazo, el efecto de la permanencia de las viejas formas clientelistas heredadas del bipartidismo, lo mismo que de la reaparición de fuerzas insurgentes que vuelven a nublar el panorama.
Las esperanzadoras narrativas de un “oasis de paz”, de “ríos de leche y miel”, de “democratización de la propiedad rural” que tendrían como escenario el territorio caqueteño, siguen estando al orden del día.
En este ejercicio de contextualización, no se puede dejar de registrar la sorprendente situación del dirigente regional, el “conservador diferente”, enjuiciado en las antípodas del involucramiento del accionar político con la violencia reciente: parapolítica y farcpolitica. Situación que ha decidido asumir y dilucidar la Jurisdicción Especial de Paz.
Para terminar, pongo en consideración de la Comisión de la Verdad, la necesidad de contrastar la absurda teoría del “uno por uno” (Ciro 2016: 94-95) como forma de explicación de la victimización de dirigentes políticos liberales, comunistas y upecistas en los años 80 y 90: colocar a los liderazgos políticos legales y legítimos en el papel de victimarios, es una forma de revictimización. Además, es una teoría que se origina en intereses sesgados que han pretendido una mayor polarización y la ocupación de los espacios políticos afectados.
Florencia, octubre de 2020