El nuevo coronavirus SARS-CoV-2, que produce la enfermedad conocida como COVID-19, ha puesto al mundo a temblar y, de paso, está demostrando que en temas de imprevistos en salud hasta las superpotencias se quedan cortas. Eso sí, para países como Colombia, estar en vías de desarrollo es una desgracia mayor, porque a la insuficiencia de recursos se suma el cada vez más insoportable peso de la corrupción.
En ese contexto, y hasta hace poco, el Caquetá sobresalía en el país como uno de los pocos territorios donde no se registraban casos de COVID-19; para muchos lucía entonces como la tierra prometida, ideal para huirle a tan pavorosa amenaza. Y así fue como el mal llegó sin ser convidado; en cierta forma, al departamento le pasó lo que tenía que pasarle, porque no hubo poder humano que impidiera la llegada del virus al territorio nacional por aire, mar y tierra.
Penoso recorrido que inició a finales del año pasado en Wuhan (China), según se ha reportado, y que en el territorio nacional está fechado desde la primera semana de marzo de este año. Vamos ya para seis meses de tan nefasta presencia y todavía no conocemos el pico, presentado en cierta forma como el último aliento que da lugar a una especie de remanso, aunque se anticipan también rebrotes tanto o más graves.
Así las cosas, la estela de muerte será mucho más aterradora de lo que se haya podido prever. Apenas promediamos el mes de julio con un saldo superior a los 600.000 muertos en el mundo, alrededor de 14 millones de casos y cada minuto la cuenta crece mientras la economía, en general, tambalea con las consabidas consecuencias en términos de pobreza, hambre, incertidumbre… Colombia se acerca a las 6.000 muertes y los 200.000 casos, en tanto que el Caquetá contabiliza dos personas muertas y apunta hacia los 200 positivos.
Claro que las cifras son inciertas, pero sirven para tener un punto de referencia, lo que sin embargo no ha servido para tomar las mejores decisiones. Son, por supuesto, los grandes puntos de concentración donde más riesgo se corre; aunque el peligro puede estar en cualquier parte, por malas decisiones tomadas por el Gobierno Nacional, que no solo ha restado margen de maniobra en municipios y departamentos, sino que ha precipitado el contagio con medidas antojadizas, tomadas por impulso y con sesgado interés. Billones de pesos han sido destinados para atender la pandemia en una feria de contratos y arreglos que benefician a unos cuantos; de eso, el Caquetá no ha visto nada, salvo los consabidos subsidios y unas cuantas promesas de inversión en infraestructura. En el sector salud, que tanto necesita, solo se aprecian paños de agua tibia.
Penosa situación que exige tomar decisiones de fondo en todos los órdenes, empezando por las familias. Una sola persona que no tome las precauciones de rigor, al salir de casa, puede ser generadora de toda una cadena de angustia, dolor, ruina y fatalidad. Qué decir de quienes atentan contra sus semejantes, incluidos aquellos que día tras días azotan la naturaleza de múltiples formas.
Llegará el día en que vuelva la calma frente al coronavirus, cuando la vacuna sea una realidad –se estima que eso tardará alrededor de un año-; muchos podrán contar que sobrevivieron y sin embargo tendrán que ocuparse de sortear la crisis económica, de la que nadie escapa, menos los pobres y la llamada clase media cuyo futuro es oscuro, no tanto por el virus, sino por cuenta de aquellos que no saben hacer buen uso del poder, sino que lo utilizan para lucrarse.
Vendrán tiempos peores y tenemos que estar preparados; lo primero, es asegurar la salud para poder afrontar cada embate. La pregunta es si los caqueteños seremos capaces de hacer la diferencia en medio del caos o sucumbiremos en el intento de sacar al departamento del olvido y el ostracismo… No podemos perder la esperanza, pero hay que empezar desde ya con determinación.