Alfredo Rubio Godoy
Las máscaras o caretas, utilizadas para ocultar el rostro o parte de él, jamás en la historia han significado tanto para la humanidad como en este año 2020. Por primera vez, hasta quienes reniegan de esta pieza la usan por fuerza mayor; así sucede en Colombia como en cualquier otro país debido a esa criatura que ha puesto al mundo de cabeza, el covid-19, virus que hasta los más estudiosos no han logrado descifrar por completo.
Virus cuyo origen se otorga a Wuhan (China) y que en principio se le restó importancia, porque parecía un cuento chino, una historia fantástica que, en últimas, sucedía al otro lado del planeta. ¿Quién dijo miedo? Pocos en el orbe tuvieron en cuenta que con la globalización, para bien y para mal, lo que pasa en un lado tiene incidencia en el otro.
La Organización Mundial de la Salud se encargó de darle tintes de pandemia al asunto y fue entonces cuando se dispararon las alarmas al confirmar el crecimiento exponencial de tan infausta presencia. Pedagogía de la prevenciónera la carta para tomar de la baraja; no había más, de modo que así se hizo, aunque a un alto porcentaje de la población le parece todavía pintoresco que con lavado de manos, mascarilla y distanciamiento social sea posible salir bien librados de un mal que ha matado hasta la fecha a más de 1,6 millones de personas, con más de 72 millones de casos registrados.
Por eso, hay quienes dicen con suspicacia “al que le tocó, le tocó”, para justificar en parte la falta de cuidado.
Destruir para construir
«Convertid un árbol en leña y arderá para vosotros, pero no producirá flores ni frutos para vuestros hijos». Esta frase de Rabindranath Tagore, Nobel de Literatura nacido en India, permite resumir el escenario que se afronta a lo largo y ancho del planeta, derivado de los factores de producción, que impulsan a destruir para construir riqueza, con el sofisma de atender las necesidades humanas. Es así como se moldean estilos de vida sin advertir los clamores de los ecosistemas, que todo lo dan y poco piden; basta mirar los extremos de la deforestación en la amazonia, de donde desaparecen la flora y la fauna, incluidos indígenas que por siempre han dado ejemplo de cómo corresponderle a la Madre Tierra.
Lenta agonía
Mientras Wuhan padecía las primeras consecuencias de la propagación del coronavirus, Caquetá comenzaba el año con la expectativa de la dinámica de progreso y bienestar que prometió generar el nuevo gobernador Arnulfo Gasca, de la mano con el alcalde de Florencia, Luis Antonio Ruiz Cicery, y los mandatarios de los otros 15 municipios. Guardadas proporciones, ese era el factor común a lo largo y ancho del territorio nacional, con diputados y concejales también listos para engranar con el ejecutivo.
El letargo de enero era el acostumbrado, luego de la prolongada temporada vacacional; pero en febrero, cuando se proyectaba volver a la llamada “normalidad”, la angustia de la crisis se avizoraba. En la primera semana de marzo Colombia registró su primer caso, y con él no había más remedio que atender la contingencia: protocolos de bioseguridad, trabajo en casa por medio de las TIC, freno a las reuniones de grupo… cuarentena general.
Medidas tomadas con base en la experiencia de otras naciones, fáciles de plasmar en el papel, aunque difíciles de aplicar en sociedades donde la anarquía impera. En cierto modo, ese nuevo orden mundial puso de manifiesto-más que la gravedad de la pandemia- las consecuencias del consumismo, que con todo y el cambio climático son puerta de acceso hacia la extinción total… Tan lacerada está la naturaleza, por cuenta de la oprobiosa intervención humana, que sus reacciones son cada vez más dantescas.
La Pacha Mama no tiene máscaras, solo soporta hasta sus límites; contrario a la gran mayoría de ciudadanos del mundo que, literalmente, la pisotean. Es así como la inmundicia crece, las especies de flora y fauna desaparecen, el planeta muere y sin embargo se pregona la defensa del medio ambiente.
No es casualidad que ahora el agua se empiece a cotizar en la bolsa de valores, otra cara para ocultar en ese interminable desfile de máscaras en el que solo una es imprescindible, aunque estorbosa, la que se porta debido a la pandemia, la misma que ha logrado opacar la sonrisa de la humanidad. A nadie parece importarle ese detalle, pero sin duda es una enorme pérdida no poder percibir la más bella expresión del ser humano.
Se han transformado así los encuentros dentro y fuera de casa, dentro y fuera del Caquetá, dentro y fuera de Colombia… Estar tan solo despiertos es otra sensación de culto a la vida, en tanto se carga la desazón por aquellos que perdieron la batalla, muchos conocidos, acaso familiares. Por eso, hay que comprender en parte a quienes salen sin tapabocas y celebran hasta rabiar, incluso hasta perder la vida en el intento…
A su modo, ellos se rebelan contra lo establecido, contra el encierro que limita, contra todo cuanto impide reflejar que son seres sintientes, como el murciélago y el pangolín, dos magníficas representaciones de la grandeza animal que tampoco se salvan de la violencia contra natura; peor aún, están en la mira de todos, entre ellos sus insensatos consumidores y quienes afirman que son el origen de la pandemia… Curiosa paradoja: en otras condiciones, el uso de una máscara puede provocar miedo, desconfianza; en la actualidad lo que produce miedo y desconfianza es no usarla.