Por Rodrigo Plata Luna
Aunque nadie esperaba la ingrata visita de una pandemia y por lo mismo muy pocos estaban preparados para afrontarla, resulta difícil comprender que casi un año después todavía haya quienes la desafían a costa de su propia vida y, peor aún, a costa de la vida de otros, empezando por sus allegados.
¿Cómo no inmutarse ante la muerte de 1,6 millones de personas en el mundo, alrededor de 40.000 en Colombia? Cifras que desalientan y crecen todos los días de manera alarmante, más en el fin de año, cuando se suele dar el reencuentro de familiares para festejar.
Está bien celebrar la vida en medio de la desolación generalizada; pero, al mismo tiempo, está muy mal relajarse ante la adversidad. El solo anuncio de que ya hay vacunas ha generado una especie de alucinación colectiva, sin tener en cuenta los tiempos que corren para su aplicación, que en Colombia, según lo anunciado, contarán a partir de abril y desde entonces pasarán meses hasta alcanzar la población objetivo, tan solo diez millones en este país de 50 millones de personas.
El estado de tranquilidad excesiva es una afrenta para cada uno de los que intentan contribuir al orden; para las autoridades, que lanzan medidas que se cumplen a medias y, de manera particular, entre otros, para los trabajadores de la salud, que en estas circunstancias sirven como carne de cañón en una causa en la que son indispensables, para su honra y desgracia al mismo tiempo.
Ese mensaje de muerte es pavoroso y al mismo tiempo es la cuota inicial de un retraso sin precedentes, en especial en países como Colombia, donde la corrupción redobla esfuerzos para esquilmar los recursos que aún quedan. Así lo confirman los mercados y otras ayudas entregadas en cuarentena, para favorecer supuestamente a los más necesitados; pero, en la práctica, hasta personas fallecidas figuran como beneficiarias.
Entre tanto, los desempleados reclaman oportunidades de trabajo; muchos de ellos, calificados profesionales que se ven obligados a incursionar en el mercado de la informalidad, sector que toma impulso alimentado por la alta carga impositiva, pero también porque se está gestando un alto grado de rechazo contra aquello que luzca como mal gobierno. Y es que la pandemia del covid-19 se presenta en muy mala época en territorio colombiano, porque se da en medio de una precampaña electoral con miras a las elecciones presidenciales en dos años; por lo cual habrá toda suerte de manifestaciones en contra del presidente Iván Duque mientras él utilizará todas sus cartas, no solo para cuidar su imagen, sino para asegurar la continuidad en el poder.
Eso tiene un costo elevado en múltiples direcciones; entre otras cosas, desincentiva la inversión, incrementa la violencia, aumenta la inequidad y, en cierto modo, alimenta la delincuencia. Así, los recursos públicos no cumplirán su propósito como se espera; tampoco, los privados, que tienen más libertad de buscar alternativas incluso fuera del país. ¿Fuga de capitales? Puede ser.
De manera paralela circularán con rapidez dineros del narcotráfico, contrabando y otros orígenes oscuros, que no solo elevan la mortandad, sino que son caldo de cultivo para la anarquía.
Con la globalización, somos ciudadanos del mundo y como tales no podemos cerrar los ojos ante lo que apreciamos con el paso del tiempo: una economía que se reactiva con relativa rapidez, pero no jalonada por millones de familias que carecen de liquidez; al contrario, sucumben ante la arremetida de la peor de las pandemias: el hambre. No son esos millones de familias los que aprovecharon los días sin iva; a cambio, siguen en busca de oportunidades reales de trabajo, de acceder a ingresos que les permitan subsistir.
En esa perspectiva, con dos años jugándose el poder, la reactivación real puede demorar tres años o más, diez o más, según como se mire y, sobre todo, según como se actúe. Si bien es cierto que no se puede responsabilizar a nadie por la pandemia, ni siquiera a una nación, tanto en lo individual como en lo colectivo sí somos responsables de lo que ha de venir, y una buena forma de asimilar el presente y proyectar el futuro es cooperar, obrar conjuntamente para un mismo fin. El problema está en que eso obliga a tener una visión compartida, algo que en nuestro medio suele no suceder, debido a los odiosos intereses de esas minorías que vapulean a las mayorías.
Por eso, la historia de Colombia es la crónica de una lenta adversidad, que será peor si se le da largas a la pandemia y, más aún, si se usa la pandemia para justificar todos los males de hoy y de mañana. Así se avizora el camino, en cuyo caso la fatalidad de este año 2020 parecerá poca cosa.
En cada hogar donde lloran sus muertos, donde sufren la severidad de los efectos del virus de una u otra forma, sus miembros buscan esa luz al final del túnel; no son pocos, son una inmensidad que depende del sistema e igual aporta al sistema. Abandonarlos a su suerte es aumentar las posibilidades de que explote esa bomba social; puede suceder en Colombia y quién sabe en cuántos países más, varios de ellos pertenecientes al contexto latinoamericano.