
Por Carlos Mendoza
La muerte de Miguel Uribe Turbay, dos meses después de sobrevivir a un atentado que lo dejó entre la vida y la muerte, no solo es un golpe para su familia y para el partido que representaba, sino para la democracia colombiana. Uribe —senador, exsecretario de Gobierno de Bogotá y figura emergente del Centro Democrático— encarnaba una voz joven en la oposición, capaz de tender puentes entre sectores polarizados. Su fallecimiento revive viejas heridas de la política nacional, marcada por magnicidios que han cambiado el rumbo del país.

En un momento donde el mundo observa con preocupación la erosión de los liderazgos democráticos —desde el hostigamiento a opositores en Nicaragua y Venezuela, hasta la criminalización de voces críticas en países con democracias formales como Turquía o Hungría—, Colombia se enfrenta a un espejo incómodo: la persistencia de la violencia política y la fragilidad de las garantías para el ejercicio público.
La política bajo sospecha: persecución y parcialidad
Mientras despedimos a un candidato asesinado, el expresidente Álvaro Uribe Vélez afronta una condena histórica por soborno en actuación penal y fraude procesal. Para sus detractores, es la muestra de que nadie está por encima de la ley; para sus seguidores, una persecución política orquestada por un sistema judicial ideologizado. Este caso no es menor: en la medida en que parte de la población lo ve como un acto de justicia y otra como un ajuste de cuentas, la fractura institucional se profundiza.
A ello se suman denuncias de líderes de opinión y opositores que afirman sufrir hostigamiento por sus críticas al actual gobierno. En una democracia madura, la crítica política debería ser combustible para el debate, no un detonante de procesos judiciales selectivos ni de linchamientos mediáticos. Sin embargo, el clima de polarización convierte cada señalamiento en un arma arrojadiza, y cada decisión judicial, en un plebiscito sobre quién tiene la razón moral.

La impunidad selectiva: el doble rasero de la ley
La justicia también se ve desafiada por su aparente incapacidad para actuar con igual severidad frente a los cercanos al poder. El caso de Nicolás Petro, hijo del presidente, quien confesó que recursos de origen ilegal entraron a la campaña presidencial y que su padre estaba al tanto, sigue sin consecuencias significativas.
El país observa cómo una confesión pública, que en cualquier democracia consolidada habría detonado investigaciones profundas y sanciones ejemplares, queda diluida en el tiempo.
En paralelo, el episodio de Armando Benedetti —con audios en los que insinúa tener información comprometedora sobre presuntas irregularidades y amenazas de “destapar escándalos”— termina, paradójicamente, con su designación como Ministro del Interior. En otros contextos, esta sería una bomba política; en Colombia, parece parte de un guion ya repetido donde las advertencias se apagan con puestos y silencios comprados.
Un presente que dialoga con la historia
Colombia no está sola en este dilema. En México, el asesinato de candidatos en medio de campañas es un recordatorio de que la violencia política no respeta ideologías. En Brasil, las tensiones entre Lula da Silva y Bolsonaro muestran cómo la justicia puede convertirse en arma política. En Estados Unidos, la polarización llevó incluso a un asalto al Capitolio. Nuestro país, con su tradición de resiliencia, no es ajeno a estas dinámicas globales, pero sí tiene una responsabilidad singular: no repetir la historia de la cual tanto ha intentado escapar.
Un país que debe decidir qué futuro quiere
La muerte de Miguel Uribe Turbay nos obliga a preguntarnos si el costo de hacer política en Colombia seguirá siendo tan alto que solo los temerarios —o los temerarios con respaldo armado— se atrevan a hacerlo. ¿Podemos aspirar a un sistema donde la justicia no dependa de las simpatías ideológicas? ¿Estamos condenados a que las amenazas, los pactos bajo la mesa y la impunidad definan el rumbo de nuestra democracia?
Aun en este panorama sombrío, hay razones para la esperanza: la ciudadanía está más informada, más dispuesta a debatir y menos dispuesta a tolerar silencios cómplices. Las redes sociales, aunque contaminadas de ruido, han abierto espacios para voces independientes. Y sobre todo, existe una generación de jóvenes que crece con la convicción de que la política no tiene por qué ser sinónimo de corrupción o violencia.
El desafío está en transformar la indignación en acción, el dolor en organización y la memoria en cambio estructural.
Porque si algo nos enseña la historia, es que la democracia no se hereda: se construye y se defiende, día tras día, voto tras voto, palabra tras palabra.